viernes, 5 de septiembre de 2008

Dorancel Vargas Gómez, el canibal venezolano


El venezolano Dorancel Vargas Gómez era todo un gourmet. Su especialidad, la carne humana. Afirmaba que, a su juicio, los hombres tienen mejor sabor que las mujeres, y explicaba esa preferencia: "Saben recio, como cochino salado, como jamón; da gusto comer un buen macho, las mujeres saben dulce como quien come flores y te dejan el estómago flojo como si no hubieses comido". Eso sí, desaconsejaba absolutamente el consumo de carne de hombres gordos, "porque tienen mucha grasa y eso aumenta el colesterol y eso no es bueno para la sangre".

Dorancel Vargas Gómez nació el 14 de mayo de 1957 en un hogar lacerado por la miseria. Y miserable fue su vida entera, pues sobrevivía pidiendo limosna. Desde niño vivió de la caridad del prójimo, y seguramente eso hizo germinar en él un resentimiento inextinguible contra una sociedad estructuralmente injusta en la distribución de la riqueza. Por lo menos, cuando fue detenido por la policía aseveró: "Yo por necesidad me veo metido en esta vaina, por todos cuantos robaron en esta nación que nos han llevado al hambre a miles de venezolanos". Quizá, de haber tenido la oportunidad de una buena educación y un empleo estable, otro hubiese su destino. Pero las cartas que le dio la vida eran insanablemente malas para vencer en el duro juego de la supervivencia. O tal vez nada hubiese cambiado, precisamente por su gran afición por la carne humana.

Es obvio, en Venezuela, como en cualquier otro lugar del planeta, no existe un mercado abierto de carne humana, y de haberlo existido, le hubiese resultado imposible adquirirla, porque apenas si recogía algunas monedas en sus correrías mendicantes por el estado de Táchira. De manera que para conseguir un buen trozo de nalga de un varón en su punto, debía matarlo.

Eso no era un problema. Su resquemor contra una sociedad que lo había marginado injustamente desde su nacimiento había aniquilado los frenos morales, si es que alguna vez le instruyeron al respecto, y si lo hicieron él se encargó de olvidarlos. Matar era tan simple como extender la mano abierta para recibir la distraída solidaridad de algún transeúnte. Matar era algo simple, pero más emocionante, y eso valía en una existencia como la suya, sin horizontes ni oportunidad alguna para el placer o el mero entretenimiento.

Llevaba una doble vida, porque el humilde mendigo durante el día se transformaba por las noches en ladrón de gallinas y algún cerdo o alguna vaquita si se le daba la posibilidad de ofrecerse un banquete por todo lo alto. En dos oportunidades fue a dar en la cárcel por ese delito. La tercera vez que recaló en la prisión ya lo fue bajo la acusación de canibalismo. Sus declaraciones acerca del manjar que se estaban perdiendo quienes no consumían carne humana fueron tan sorprendentes que lo consideraron mentalmente insano y lo internaron en un establecimiento psiquiátrico. No hubo rehabilitación alguna, porque logró fugarse.

Recobrada su libertad, fabricó con una vara metálica una especie de lanza y se dedicó a la cacería de mendigos, albañiles que trabajan en las cercanías del río Torbes y niños vagabundos. En un par de años, la policía departamental de Táchira acumuló denuncias por las desapariciones de 15 personas. Los detectives tuvieron la punta del misterioso ovillo el 12 de febrero de 1999, cuando tres muchachos que removían escombros en busca de algún elemento rescatable para ser vendido a los recicladores de materias primas encontraron varios pies y manos de seres humanos. Desde luego, las primeras deducciones condujeron a la hipótesis de que alguna secta que profesaba el satanismo había causado esas mutilaciones. Presunción que descartaron tras una paciente revisión de las sectas actuantes en ese departamento, en Caracas y en varias otras ciudades del territorio venezolano y, sobre todo, por las búsquedas y excavaciones realizadas en el sector donde aparecieron las manos y los pies: se encontraron centenares de huesos humanos.

Los investigadores fueron descartando una hipótesis tras otras y se orientaron hacia ese extraño mendigo, de quien algunos vecinos suyos de la humilde barriada donde vivía informaron que el Dorancel (luego Dorángel para los periodistas) tenía actitudes sospechosas. Era un extraño solitario, no se le conocían amistades, aunque su trato era respetuoso. Solía ser servicial. Habitualmente, estaba muerto de hambre, pero a veces parecía como que la suerte se apiadaba con él y entonces comía buenos asados y hasta llegó a convidarles con sabrosas empanadas. Él nunca explicaba cómo había obtenido el dinero suficiente para comprar la carne, que era de buena calidad, no la correosa que el vecindario debía comer siempre porque el dinero no alcanzaba para más.

El día en que allanaron la misérrima casucha donde pernoctaba el mendigo, los detectives no pudieron dar con él, pero en cambio se encontraron con una alucinante exhibición de restos humanos: tarros y bolsas de plástico con carne humana, tres cabezas y varios pies y manos. Algunos trozos de carne habían comenzado a podrirse, porque, naturalmente, Dorancel carecía de freezer o de heladera. El caso de las desapariciones en el departamento de Táchira estaba virtualmente resuelto; sólo faltaba la captura del asesino serial, que se concretó fácilmente cuando regreso a su casucha. Si les había sorprendido el macabro hallazgo de restos humanos, los policías quedaron estremecidos de estupor cuando el detenido les contó, con la mayor serenidad y abundancia de detalles, los crímenes que había perpetrado con su lanza y con su estómago.

En modo alguno se le veía acosado por los remordimientos: "No me arrepiento de lo que he hecho, porque me gusta la carne", reconoció. Entre otros, habló del asesinato de un vecino suyo de nombre Manuel, de quien dijo haber pensado que si era tan buen vecino, su carne debía ser muy buena. Para salir de dudas, lo mató, y con su cadáver preparó unas sabrosas empanadas, que repartió entre sus vecinos. Recibió felicitaciones y fervorosos elogios por la calidad del relleno.

"Quizá ahora piensen mal de mí –declaró–, pero yo lo hice con la mejor buena voluntad del mundo. La Iglesia nos enseña a compartir el pan; pues bien, en este caso yo compartí al bueno de Manuel". Admitió que no pudo encontrar receta alguna que hiciera apetecibles las cabezas; en cambio, las manos y los pies le servían para preparar sustanciosas sopas cuando le apretaba el hambre. Desaconsejaba de manera rotunda incluir en las dietas las entrañas, como el corazón, el hígado y los riñones. "No son recomendables, para nada", aconsejó a los despavoridos policías. A él le producían indigestión.

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